El secreto profesional es una de las garantías más preciosas con que cuenta una democracia. La no persecución o investigación de la relación abogado–cliente es una expresión del principio más básico de toda democracia: el derecho a la defensa en cualquier proceso.

Esta garantía se extiende a todos los vínculos entre abogados y sus clientes y no se restringe solamente a la relación con el abogado defensor. Hay, como se sabe, abogados que asesoran o que están del lado de la víctima, sin que sean, en estricto sentido, defensores.

Las democracias más avanzadas reconocen la doble dimensión del secreto profesional: (i) como límite para el Estado y sus instituciones, que no pueden indagar absolutamente nada que esté vinculado con la relación abogado–cliente, así como (ii) irrestricta frontera para el abogado, puesto que le impide ventilar, ante terceros, los secretos de la relación con su prohijado.

Pues bien, en Colombia, tenemos una regulación precisa sobre la materia: el artículo 74 de la Constitución Política prevé la inviolabilidad del secreto. El estatuto deontológico del abogado tiene una previsión en idéntico sentido, según el artículo 28.

Sin embargo, como dice el adagio, del dicho al hecho hay mucho trecho. La claridad de la ley no debería dar lugar a interpretaciones, pero la práctica judicial cotidiana y alguna que otra regulación de menor jerarquía han borrado años de civilidad y derogado tácitamente el artículo 74 ya mencionado.

La práctica judicial

En cuanto a la práctica judicial y administrativa, es conocido que algunas entidades estatales –incluida la Fiscalía– realizan visitas administrativas, allanamientos, inspecciones o, en general, registros de los libros y documentos de personas o compañías.

Dentro de los documentos de los cuales la entidad estatal se apodera para su posterior análisis y clasificación, y que probablemente servirán como pruebas de la acusación, con mucha frecuencia se encuentran conceptos escritos sobre los riesgos legales de determinadas situaciones, con lo que el investigador tendrá, de primera mano, información que quizá de otra manera no hubiera obtenido o le indicará el camino para encontrar, por ejemplo, más pruebas.

Antes los reclamos que algunos abogados hemos elevado por esa práctica, la respuesta ha sido tan tenue como peligrosa. Dicen quienes tuvieron acceso a tales documentos que, si bien leyeron el documento y son conscientes de su contenido, harán caso omiso de la información allí incluida. ¡Como si tal cosa fuera posible!

La jurisprudencia

En este escenario, también ha hecho carrera que el abogado defensor sea citado como testigo de cargo en contra de quien representó. La Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia no se ha inmutado cuando se le ha pedido que analice tal violación a los principios básicos del sistema legal. Así, por ejemplo, en sentencia del 21 de noviembre del 2002 (Exp. 16896), quien acudió a la casación puso de presente que uno de los testigos de la Fiscalía era el mismo abogado que otrora había sido defensor del ahora condenado. La Corte nada dijo y mantuvo incólume la condena.

Tal situación tan lamentable se repitió en sentencia del 17 de noviembre del 2010 (Exp. 35132), en la que, una vez más, el abogado defensor había sido llamado por la Fiscalía como testigo de cargo en contra de quien fuera su cliente. Nuevamente, la Corte hizo caso omiso de este asunto y convalidó tan grave violación a los derechos fundamentales.

En el ámbito de los casos que alcanzan los titulares de prensa, es conocido aquel en el que el máximo órgano de la jurisdicción ordinaria mantuvo, sin recato, la interceptación a las llamadas telefónicas entre un ciudadano y su abogado de confianza. No importa de quién se trata, ni mucho menos de las consideraciones de índole política: bajo ninguna circunstancia una entidad estatal puede (mucho menos la encargada de perseguir e investigar la comisión de delitos) interceptar las comunicaciones entre el ciudadano y su abogado.

La cosa no para allí. El Consejo Superior de la Judicatura, en fallo del 27 de junio del 2009 (Sent. 500011102000201600448 01), sancionó a un abogado defensor, puesto que, a su juicio, ha debido advertir algunas irregularidades que se presentaron en el curso del proceso.

A pesar de que el investigado alegó que, si hubiera advertido tales situaciones, habría violado el secreto profesional, el Consejo no atendió tal argumentación y concluyó que es deber del defensor colaborar con la justicia, aun en contra de los intereses del cliente.

Las regulaciones

Otro aspecto que genera dudas es el relacionado con el lavado de activos y la financiación del terrorismo. Ha sido tal la incapacidad del Estado en obtener resultados contra este flagelo que optó por el camino más fácil: trasladarle la carga de la investigación a los privados.

Cada día emiten nuevas y más pesadas regulaciones que imponen a los particulares el deber de adelantar programas de cumplimiento, así como la obligación de vincular oficiales de cumplimiento en sus organizaciones, cuya finalidad es advertir operaciones sospechosas.

Bajo este entendido, las nuevas regulaciones que atienden las recomendaciones del Gafi (Grupo de Acción Financiera Internacional) han propuesto que las firmas de abogados, por su calidad de actividades y profesiones no financieras designadas, estén obligadas a implementar el Sagrilaft (Sistema de Autocontrol y Gestión del Riesgo Integral de Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo), con lo cual las están obligando, ni más ni menos, a que realicen auditorías a sus clientes y, eventualmente, reporten las operaciones sospechosas de estos, como lo deja claro la nueva modificación de la Circular Básica Jurídica de la Superintendencia de Sociedades (Supersociedades)(1). En otras palabras, el abogado denunciando a su cliente.

Nótese que, con regulaciones de menor jerarquía, como las expedidas por la Supersociedades, se ha realizado una reinterpretación del artículo 74 superior para introducir excepciones a una norma.

El asunto finaliza con la muy poco garantista Ley 1908 del 2018, que impone en cabeza del abogado la obligación de “acreditar sumariamente el origen lícito de los honorarios”, según el artículo 6º, reformatorio del Código Penal. Tal norma, que no debería soportar un análisis de constitucionalidad, atenta gravemente contra dos principios cardinales de cualquier democracia: en primer lugar, invierte la carga de la prueba, pues pone en cabeza del abogado probar la licitud de los dineros con que se le pagan sus honorarios, lo que obliga, en la práctica, a que el abogado despliegue labores investigativas para escudriñar el patrimonio de su cliente, cosa desproporcionada y poco realista.

El segundo principio que viola es el de la presunción de inocencia, que se predica no solo de la persona, sino de la forma en que adquirió sus bienes. No en vano hay un proceso judicial, el de extinción del derecho dominio, que busca que sea la Fiscalía la que, ante un juez, pruebe la ilicitud de los bienes, lo que permite concluir que los bienes se presumen lícitos hasta que exista sentencia judicial en firme que asegure lo contario.

Entonces, la pregunta que surge es obvia: si los bienes se presumen lícitos, ¿cómo es posible que el abogado deba probar la licitud? ¿Se puede probar la licitud de algo que se presume lícito? Parece, más bien, que se trata de un intento de limitar y entorpecer el derecho legítimo de defensa.

En fin, todo indica que el secreto profesional está en peligro y hay que salvarlo.

  1. Sobre el particular, ver la columna Secreto profesional del abogado: ¿privilegio en dilución?, de Adriana Zapata Giraldo, Ámbito Jurídico, jun. 20/19.

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